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23 febrero 2014

LA VERDADERA NATURALEZA DE LA IRA


En el momento que te enojas, tiendes a creer que tu desdicha la ha creado otra persona, y la culpas de tu sufrimiento. Pero al observarlo más a fondo, quizá descubras que el principal causante de tu sufrimiento es la semilla de la ira que hay en ti.
Muchas otras personas, al afrontar la misma situación, no se enojarán como tú. Oyen las mismas palabras, ven la misma situación y, sin embargo, son capaces de mantenerse tranquilas y no se dejan llevar por las emociones.
¿Por qué te enojas tú con tanta facilidad?

Quizá te ocurre porque la semilla de la ira que hay en ti es demasiado fuerte. Y como no has practicado los métodos para cuidar de tu ira, en el pasado, la semilla de la ira se ha regado con demasiada frecuencia.

Todos tenemos una semilla de la ira en el fondo de nuestra conciencia. Pero en algunos de nosotros, esa semilla es más grande que otras semillas, como las del amor o la compasión.
La semilla de la ira puede ser más grande porque en el pasado no hemos practicado. Cuando empezamos a cultivar la energía de ser conscientes, la primera percepción que tenemos es que la principal causa de nuestro sufrimiento, de nuestra desdicha, no es otra persona, sino la semilla de la ira que hay en nosotros, y dejamos entonces de culpar a los demás de nuestro sufrimiento.
Comprendemos que esa persona es sólo una causa secundaria.

Cuando tienes esta clase de percepción, te sientes mucho mejor. Pero la otra persona puede seguir viviendo en un infierno porque no sabe cómo practicar. Una vez te has ocupado de tu ira, ves que esa persona aún está sufriendo, así que ahora puedes centrar tu atención en ella.

Cuando alguien no sabe cómo manejar su propio sufrimiento, deja que se extienda a la gente de su alrededor. Cuando tú sufres, haces sufrir a la gente que te rodea. Es algo muy natural. Por eso hemos de aprender a manejar nuestro sufrimiento, para que no lo vayamos repartiendo por ahí.


Cuando eres el cabeza de familia, por ejemplo, sabes que el bienestar de los miembros de tu familia es muy importante. Como tienes compasión, no dejas que tu sufrimiento haga daño a los que te rodean. Practicas el aprender a manejar tu sufrimiento porque sabes que no es una cuestión individual, y que tu felicidad tampoco lo es.


Cuando alguien está enojado y no sabe cómo manejar su ira, se siente impotente, sufre. Y también hace sufrir a los que le rodean. Al principio sientes que la persona que te enoja se merece un castigo. Deseas castigarla porque te ha hecho sufrir. Pero después de diez o quince minutos de meditar caminando y de observar de manera consciente, descubres que en vez de castigo, lo que necesita es ayuda. Y ésa es una buena percepción.


Esa persona puede ser muy cercana a ti, quizá tu esposa o tu marido. Si tú no la ayudas, ¿quién va a hacerlo?
Como sabes abrazar tu ira, ahora te sientes mucho mejor, pero ves que la otra persona sigue sufriendo. Esta percepción te mueve a acercarte a ella de nuevo. Nadie más puede ayudarla, excepto tú. Ahora sientes un gran deseo de volver y ayudarla. Es una actitud totalmente distinta a la que antes tenías, ya no deseas castigarla. Tu ira se ha transformado en compasión.

La práctica de ser consciente, conduce a la concentración y a la percepción interior. La percepción es el fruto de la práctica, y puede ayudarnos a perdonar y a amar a los demás.

Practicar durante quince minutos o media hora el ser consciente, el concentrarte y el observar las percepciones interiores, puede liberarte de tu ira y convertirte en una persona afectuosa. Ésa es la fuerza del Dharma, el milagro del Dharma.

¿Cómo detener el ciclo de la ira?


Había un chico de doce años que venía a Plum Village cada verano para practicar con otros jóvenes. Tenía un problema con su padre, porque cada vez que cometía un error o se caía y se lastimaba, su padre en vez de ayudarle, le gritaba y le insultaba diciendo: «¡Qué estúpido eres! ¿Cómo puedes hacerte algo así?». Le gritaba sólo porque se había caído y se había hecho daño. Así que para él su progenitor no era una persona afectuosa ni un buen padre.
Se prometió que al crecer, casarse y tener hijos, nunca los trataría de ese modo. Si mientras estaba jugando su hijo se caía y se lastimaba, sangrando un poco, en vez de gritarle le abrazaría e intentaría ayudarle.
El segundo año que estuvo en Plum Village, vino con su hermana pequeña. Mientras su hermanita jugaba con otras niñas en la hamaca, de pronto se cayó al suelo. Se golpeó la cabeza con una roca y su cara empezó a cubrirse con hilillos de sangre. De repente aquel chico sintió que la energía de la ira estaba surgiendo en él. Estuvo a punto de gritar a su hermana: «¡Qué estúpida eres! ¿Cómo puedes hacerte algo así?». Estuvo a punto de hacer lo mismo que su padre había hecho con él. Pero como había practicado en Plum Village durante dos veranos, pudo contenerse. En lugar de gritarle, se puso a practicar el caminar y el respirar de manera consciente mientras los demás ayudaban a su hermana.
En sólo cinco minutos experimentó un momento de iluminación. Vio que su reacción, su ira, era una especie de energía habitual que su padre le había transmitido. Se había vuelto exactamente como su padre, era la continuación de él. 
No quería tratar a su hermana del mismo modo, pero la energía que le había transmitido su padre era tan fuerte que estuvo a punto de actuar igual que éste se había comportado con él. Para un chico de sólo doce años, es un buen despertar.

Siguió haciendo la práctica de caminar y de pronto sintió un intenso deseo de practicar para transformar esa energía habitual, para no transmitirla a sus hijos. Sabía que sólo la práctica de ser consciente le ayudaría a detener ese ciclo de sufrimiento. El chico vio además que su padre era también víctima de la transmisión de la ira. Probablemente no quería tratarle de aquel modo, pero lo había hecho porque la energía habitual que había en él era demasiado fuerte. En el momento que tuvo esa percepción, que su padre también era víctima de la transmisión, toda la ira que sentía hacia él desapareció. Algunos minutos más tarde tuvo de repente el deseo de volver a casa e invitar a su padre a practicar con él. Para ser sólo un chico de doce años, tuvo una comprensión muy profunda.

Thich Nhat Hanh